domingo, 24 de abril de 2022

Reseña de "Un verano con Maquiavelo" de Patrick Boucheron


Datos bibliográficos:  
Boucheron, P. (2020). Un verano con Maquiavelo. Buenos Aires: Libros del Zorzal. 160 pp.



“Un verano con Maquiavelo”, el título del libro no parece ser una propuesta realmente atractiva para ese momento del año que, usualmente, dedicamos al ocio y esparcimiento. Es el mismo Patrick Boucheron quien inicia este ciclo de crónicas, transmitidas originalmente en la Radio France Inter durante el 2016, con la advertencia sobre esta idea tan extraña. A través de sus páginas recorreremos la renacentista ciudad de Florencia, donde seremos testigos de sus avatares políticos, de ascensos y caídas, nos tropezaremos con Girolamo Savonarola momentos antes de arder y con miembros de la familia Médici ostentando sin reparo su poder. Todo ello a través del prisma que nos ofrece la biografía de Nicolás Maquiavelo.

Boucheron, quien es doctor en Historia Medieval por la Université Paris l Panthéon-Sorbonne y profesor de la cátedra de Historia de los poderes en Europa Occidental durante los siglos XIII a XVI en el Collège de France, nos introduce diciéndonos que no trabaja sobre Maquiavelo sino que trabaja con él. Sucede que el florentino es tanto un hombre de acción, pues ha intervenido activamente en su época, como también un pensador cuyos aportes reverberan hasta nuestros días. Es por esto que el autor francés nos brindará, a lo largo de treinta breves capítulos, claves históricas para comprender la magnitud de su influencia.

De manera que en una sola figura se nos presenta la disyuntiva clásica: vida activa-vida contemplativa. Entonces, cabe preguntarse si ambos modos de la experiencia humana son realmente disímiles. En este libro podremos hallar pistas esparcidas a lo largo de la vida y el itinerario de Maquiavelo.

 

Descubriremos que Niccolò recibió dos grandes herencias de su familia, y ambas signaron su destino. En primer lugar, la desconfianza de los Médici, puesto que un antepasado intentó oponerse al poder que estos detentaban, lo que llevó a que los Machiavelli fueran relegados y obligados a formar parte del estrato más bajo de la nobleza florentina. Y, por otra parte, ha podido aprender el valor de los libros gracias a la influencia de su padre, Bernardo. Es en los libros donde tiene depositadas sus esperanzas, pues con ellos fraguará las armas que le permitirán luchar por la redención de su familia. Esa es la máxima ambición de Bernardo, que le será heredada a su hijo.

Pero nada es para siempre, la desgracia de una familia no puede prolongarse, en la Italia (que aún no existe como tal) del Renacimiento la reformulación de alianzas y el planteamiento de nuevos cursos de acción son moneda corriente. Las relaciones de poder se encuentran en un proceso constante de reconfiguración.

Con la moneda en el aire Maquiavelo tendrá oportunidad de poner los saberes que con tanta avidez ha aprendido al servicio de su patria. Pero como señalará tiempo después en su obra más difundida: alcanzar el poder no representa en sí mismo grandes dificultades, los problemas surgen al intentar mantenerlo asido entre las manos. Es así que luego de pasar años ejerciendo como Primer Secretario de la Cancillería, se verá obligado a exiliarse debido a sospechas de conspirar contra los recién retornados al poder, los Médici.

Ya lejos de cualquier atisbo de influencia política, Maquiavelo persevera en la escritura y, fundamentalmente, en la lectura. Como él mismo describirá, es de noche, luego de haberse vestido con ropajes dignos, cuando visita a sus compañeros. Todos ellos han muerto, algunos incluso hace siglos, pero es a quienes busca para comprender lo que le ha tocado en suerte vivir. Así ingresa “a las antiguas cortes de los Antiguos” (p.57) para entablar un diálogo fluido sobre sus actos. Cuando interpela a los clásicos lo hace en búsqueda de reglas de acción, para poder armarse de grandes ejemplos de personalidades ilustres que sirvan de guía. Esto es lo que conforma el marco general del proyecto maquiaveliano: intentar corregir el presente a partir del conocimiento de pasado. Esa es su manera de entender la reflexión como mecanismo de intervención de la realidad.

 

Por supuesto que este libro recorre las cuestiones más escabrosas de sus escritos de mayor difusión como El Príncipe o los Discursos sobre la primera Década de Tito Livio, como también la recepción de su obra a lo largo de diversos períodos históricos, e incluso aspectos inusitados de la vida privada Maquiavelo. Boucheron logra transmitir estos aspectos con gran fluidez, sin que eso le haga perder profundidad. Probablemente esto se deba a la larga trayectoria de trabajo que ambos comparten.

En última instancia, aquel procedimiento que Maquiavelo entablaba con los Antiguos es el mismo que el historiador francés realiza con el florentino. Y la invitación es a mantener nosotros nuestro propio diálogo, con nuestras propias preguntas.

 

Durante el período de vacaciones y de descanso con el que generalmente asociamos al verano, puede que pretendamos reducir las instancias de reflexión que suponemos nos demandaría la lectura de un libro sobre un pensador de la talla de Nicolás Maquiavelo. Pero resulta que “Un verano con Maquiavelo” puede leerse en una tarde, y acompañarnos en todas las estaciones del año.

 

miércoles, 27 de noviembre de 2019

Yzur, Leopoldo Lugones


Yzur

Leopoldo Lugones
Compré el mono en el remate de un circo que había quebrado.
La primera vez que se me ocurrió tentar la experiencia a cuyo relato están dedicadas estas líneas, fue una tarde, leyendo no sé dónde, que los naturales de Java atribuían la falta de lenguaje articulado en los monos a la abstención, no a la incapacidad. "No hablan, decían, para que no los hagan trabajar".
Semejante idea, nada profunda al principio, acabó por preocuparme hasta convertirse en este postulado antropológico:
Los monos fueron hombres que por una u otra razón dejaron de hablar. El hecho produjo la atrofia de sus órganos de fonación y de los centros cerebrales del lenguaje; debilitó casi hasta suprimirla la relación entre unos y otros, fijando el idioma de la especie en el grito inarticulado, y el humano primitivo descendió a ser animal.
Claro es que si llegara a demostrarse esto quedarían explicadas desde luego todas las anomalías que hacen del mono un ser tan singular; pero esto no tendría sino una demostración posible: volver el mono al lenguaje.
Entre tanto había corrido el mundo con el mío, vinculándolo cada vez más por medio de peripecias y aventuras. En Europa llamó la atención, y de haberlo querido, llego a darle la celebridad de un Cónsul; pero mi seriedad de hombre de negocios mal se avenía con tales payasadas.
Trabajado por mi idea fija del lenguaje de los monos, agoté toda la bibliografía concerniente al problema, sin ningún resultado apreciable. Sabía únicamente, con entera seguridad, que no hay ninguna razón científica para que el mono no hable. Esto llevaba cinco años de meditaciones.
Yzur (nombre cuyo origen nunca pude descubrir, pues lo ignoraba igualmente su anterior patrón), Yzur era ciertamente un animal notable. La educación del circo, bien que reducida casi enteramente al mimetismo, había desarrollado mucho sus facultades; y esto era lo que me incitaba más a ensayar sobre él mi en apariencia disparatada teoría.
Por otra parte, sábese que el chimpancé (Yzur lo era) es entre los monos el mejor provisto de cerebro y uno de los más dóciles, lo cual aumentaba mis probabilidades. Cada vez que lo veía avanzar en dos pies, con las manos a la espalda para conservar el equilibrio, y su aspecto de marinero borracho, la convicción de su humanidad detenida se vigorizaba en mí.
No hay a la verdad razón alguna para que el mono no articule absolutamente. Su lenguaje natural, es decir, el conjunto de gritos con que se comunica a sus semejantes, es asaz variado; su laringe, por más distinta que resulte de la humana, nunca lo es tanto como la del loro, que habla sin embargo; y en cuanto a su cerebro, fuera de que la comparación con el de este último animal desvanece toda duda, basta recordar que el del idiota es también rudimentario, a pesar de lo cual hay cretinos que pronuncian algunas palabras. Por lo que hace a la circunvolución de Broca, depende, es claro, del desarrollo total del cerebro; fuera de que no está probado que ella sea fatalmente el sitio de localización del lenguaje. Si es el caso de localización mejor establecido en anatomía, los hechos contradictorios son desde luego incontestables.
Felizmente los monos tienen, entre sus muchas malas condiciones, el gusto por aprender, como lo demuestra su tendencia imitativa; la memoria feliz, la reflexión que llega hasta una profunda facultad de disimulo, y la atención comparativamente más desarrollada que en el niño. Es, pues, un sujeto pedagógico de los más favorables.
El mío era joven además, y es sabido que la juventud constituye la época más intelectual del mono, parecido en esto al negro. La dificultad estribaba solamente en el método que se emplearía para comunicarle la palabra. Conocía todas las infructuosas tentativas de mis antecesores; y está de más decir, que ante la competencia de algunos de ellos y la nulidad de todos sus esfuerzos, mis propósitos fallaron más de una vez, cuando el tanto pensar sobre aquel tema fue llevándome a esta conclusión:
Lo primero consiste en desarrollar el aparato de fonación del mono.
Así es, en efecto, como se procede con los sordomudos antes de llevarlos a la articulación; y no bien hube reflexionado sobre esto, cuando las analogías entre el sordomudo y el mono se agolparon en mi espíritu.
Primero de todo, su extraordinaria movilidad mímica que compensa al lenguaje articulado, demostrando que no por dejar de hablar se deja de pensar, así haya disminución de esta facultad por la paralización de aquella. Después otros caracteres más peculiares por ser más específicos: la diligencia en el trabajo, la fidelidad, el coraje, aumentados hasta la certidumbre por estas dos condiciones cuya comunidad es verdaderamente reveladora; la facilidad para los ejercicios de equilibrio y la resistencia al marco.
Decidí, entonces, empezar mi obra con una verdadera gimnasia de los labios y de la lengua de mi mono, tratándolo en esto como a un sordomudo. En lo restante, me favorecería el oído para establecer comunicaciones directas de palabra, sin necesidad de apelar al tacto. El lector verá que en esta parte prejuzgaba con demasiado optimismo.
Felizmente, el chimpancé es de todos los grandes monos el que tiene labios más movibles; y en el caso particular, habiendo padecido Yzur de anginas, sabía abrir la boca para que se la examinaran.
La primera inspección confirmó en parte mis sospechas. La lengua permanecía en el fondo de su boca, como una masa inerte, sin otros movimientos que los de la deglución. La gimnasia produjo luego su efecto, pues a los dos meses ya sabía sacar la lengua para burlar. Ésta fue la primera relación que conoció entre el movimiento de su lengua y una idea; una relación perfectamente acorde con su naturaleza, por otra parte.
Los labios dieron más trabajo, pues hasta hubo que estirárselos con pinzas; pero apreciaba -quizá por mi expresión- la importancia de aquella tarea anómala y la acometía con viveza. Mientras yo practicaba los movimientos labiales que debía imitar, permanecía sentado, rascándose la grupa con su brazo vuelto hacia atrás y guiñando en una concentración dubitativa, o alisándose las patillas con todo el aire de un hombre que armoniza sus ideas por medio de ademanes rítmicos. Al fin aprendió a mover los labios.
Pero el ejercicio del lenguaje es un arte difícil, como lo prueban los largos balbuceos del niño, que lo llevan, paralelamente con su desarrollo intelectual, a la adquisición del hábito. Está demostrado, en efecto, que el centro propio de las inervaciones vocales, se halla asociado con el de la palabra en forma tal, que el desarrollo normal de ambos depende de su ejercicio armónico; y esto ya lo había presentido en 1785 Heinicke, el inventor del método oral para la enseñanza de los sordomudos, como una consecuencia filosófica. Hablaba de una "concatenación dinámica de las ideas", frase cuya profunda claridad honraría a más de un psicólogo contemporáneo.
Yzur se encontraba, respecto al lenguaje, en la misma situación del niño que antes de hablar entiende ya muchas palabras; pero era mucho más apto para asociar los juicios que debía poseer sobre las cosas, por su mayor experiencia de la vida.
Estos juicios, que no debían ser sólo de impresión, sino también inquisitivos y disquisitivos, a juzgar por el carácter diferencial que asumían, lo cual supone un raciocinio abstracto, le daban un grado superior de inteligencia muy favorable por cierto a mi propósito.
Si mis teorías parecen demasiado audaces, basta con reflexionar que el silogismo, o sea el argumento lógico fundamental, no es extraño a la mente de muchos animales. Como que el silogismo es originariamente una comparación entre dos sensaciones. Si no, ¿por qué los animales que conocen al hombre huyen de él, y no los que nunca le conocieron?...
Comencé, entonces, la educación fonética de Yzur.
Tratábase de enseñarle primero la palabra mecánica, para llevarlo progresivamente a la palabra sensata.
Poseyendo el mono la voz, es decir, llevando esto de ventaja al sordomudo, con más ciertas articulaciones rudimentarias, tratábase de enseñarle las modificaciones de aquella, que constituyen los fonemas y su articulación, llamada por los maestros estática o dinámica, según que se refiera a las vocales o a las consonantes.
Dada la glotonería del mono, y siguiendo en esto un método empleado por Heinicke con los sordomudos, decidí asociar cada vocal con una golosina: a con papa; e con leche; i con vino; o con coco; u con azúcar, haciendo de modo que la vocal estuviese contenida en el nombre de la golosina, ora con dominio único y repetido como en papa, coco, leche, ora reuniendo los dos acentos, tónico y prosódico, es decir, como fundamental: vino, azúcar.
Todo anduvo bien, mientras se trató de las vocales, o sea los sonidos que se forman con la boca abierta. Yzur los aprendió en quince días. Sólo que a veces, el aire contenido en sus abazones les daba una rotundidad de trueno. La u fue lo que más le costó pronunciar.
Las consonantes me dieron un trabajo endemoniado, y a poco hube de comprender que nunca llegaría a pronunciar aquellas en cuya formación entran los dientes y las encías. Sus largos colmillos y sus abazones, lo estorbaban enteramente.
El vocabulario quedaba reducido, entonces a las cinco vocales, la b, la k, la m, la g, la f y la c, es decir todas aquellas consonantes en cuya formación no intervienen sino el paladar y la lengua.
Aun para esto no me bastó el oído. Hube de recurrir al tacto como un sordomudo, apoyando su mano en mi pecho y luego en el suyo para que sintiera las vibraciones del sonido.
Y pasaron tres años, sin conseguir que formara palabra alguna. Tendía a dar a las cosas, como nombre propio, el de la letra cuyo sonido predominaba en ellas. Esto era todo.
En el circo había aprendido a ladrar como los perros, sus compañeros de tarea; y cuando me veía desesperar ante las vanas tentativas para arrancarle la palabra, ladraba fuertemente como dándome todo lo que sabía. Pronunciaba aisladamente las vocales y consonantes, pero no podía asociarlas. Cuando más, acertaba con una repetición de pes y emes.
Por despacio que fuera, se había operado un gran cambio en su carácter. Tenía menos movilidad en las facciones, la mirada más profunda, y adoptaba posturas meditativas. Había adquirido, por ejemplo, la costumbre de contemplar las estrellas. Su sensibilidad se desarrollaba igualmente; íbasele notando una gran facilidad de lágrimas. Las lecciones continuaban con inquebrantable tesón, aunque sin mayor éxito. Aquello había llegado a convertirse en una obsesión dolorosa, y poco a poco sentíame inclinado a emplear la fuerza. Mi carácter iba agriándose con el fracaso, hasta asumir una sorda animosidad contra Yzur. Éste se intelectualizaba más, en el fondo de su mutismo rebelde, y empezaba a convencerme de que nunca lo sacaría de allí, cuando supe de golpe que no hablaba porque no quería. El cocinero, horrorizado, vino a decirme una noche que había sorprendido al mono "hablando verdaderas palabras". Estaba, según su narración, acurrucado junto a una higuera de la huerta; pero el terror le impedía recordar lo esencial de esto, es decir, las palabras. Sólo creía retener dos: cama y pipa. Casi le doy de puntapiés por su imbecilidad.
No necesito decir que pasé la noche poseído de una gran emoción; y lo que en tres años no había cometido, el error que todo lo echó a perder, provino del enervamiento de aquel desvelo, tanto como de mi excesiva curiosidad.
En vez de dejar que el mono llegara naturalmente a la manifestación del lenguaje, llaméle al día siguiente y procuré imponérsela por obediencia.
No conseguí sino las pes y las emes con que me tenía harto, las guiñadas hipócritas y -Dios me perdone- una cierta vislumbre de ironía en la azogada ubicuidad de sus muecas.
Me encolericé, y sin consideración alguna, le di de azotes. Lo único que logré fue su llanto y un silencio absoluto que excluía hasta los gemidos.
A los tres días cayó enfermo, en una especie de sombría demencia complicada con síntomas de meningitis. Sanguijuelas, afusiones frías, purgantes, revulsivos cutáneos, alcoholaturo de brionia, bromuro -toda la terapéutica del espantoso mal le fue aplicada. Luché con desesperado brío, a impulsos de un remordimiento y de un temor. Aquél por creer a la bestia una víctima de mi crueldad; éste por la suerte del secreto que quizá se llevaba a la tumba.
Mejoró al cabo de mucho tiempo, quedando, no obstante, tan débil, que no podía moverse de su cama. La proximidad de la muerte habíalo ennoblecido y humanizado. Sus ojos llenos de gratitud, no se separaban de mí, siguiéndome por toda la habitación como dos bolas giratorias, aunque estuviese detrás de él; su mano buscaba las mías en una intimidad de convalecencia. En mi gran soledad, iba adquiriendo rápidamente la importancia de una persona.
El demonio del análisis, que no es sino una forma del espíritu de perversidad, impulsábame, sin embargo, a renovar mis experiencias. En realidad el mono había hablado. Aquello no podía quedar así.
Comencé muy despacio, pidiéndole las letras que sabía pronunciar. ¡Nada! Dejelo solo durante horas, espiándolo por un agujerillo del tabique. ¡Nada! Hablele con oraciones breves, procurando tocar su fidelidad o su glotonería. ¡Nada! Cuando aquéllas eran patéticas, los ojos se le hinchaban de llanto. Cuando le decía una frase habitual, como el "yo soy tu amo" con que empezaba todas mis lecciones, o el "tú eres mi mono" con que completaba mi anterior afirmación, para llevar a un espíritu la certidumbre de una verdad total, él asentía cerrando los párpados; pero no producía sonido, ni siquiera llegaba a mover los labios.
Había vuelto a la gesticulación como único medio de comunicarse conmigo; y este detalle, unido a sus analogías con los sordomudos, hacía redoblar mis preocupaciones, pues nadie ignora la gran predisposición de estos últimos a las enfermedades mentales. Por momentos deseaba que se volviera loco, a ver si el delirio rompía al fin su silencio. Su convalecencia seguía estacionaria. La misma flacura, la misma tristeza. Era evidente que estaba enfermo de inteligencia y de dolor. Su unidad orgánica habíase roto al impulso de una cerebración anormal, y día más, día menos, aquél era caso perdido. Más, a pesar de la mansedumbre que el progreso de la enfermedad aumentaba en él, su silencio, aquel desesperante silencio provocado por mi exasperación, no cedía. Desde un oscuro fondo de tradición petrificada en instinto, la raza imponía su milenario mutismo al animal, fortaleciéndose de voluntad atávica en las raíces mismas de su ser. Los antiguos hombres de la selva, que forzó al silencio, es decir, al suicidio intelectual, quién sabe qué bárbara injusticia, mantenían su secreto formado por misterios de bosque y abismos de prehistoria, en aquella decisión ya inconsciente, pero formidable con la inmensidad de su tiempo. Infortunios del antropoide retrasado en la evolución cuya delantera tomaba el humano con un despotismo de sombría barbarie, habían, sin duda, destronado a las grandes familias cuadrumanas del dominio arbóreo de sus primitivos edenes, raleando sus filas, cautivando sus hembras para organizar la esclavitud desde el propio vientre materno, hasta infundir a su impotencia de vencidas el acto de dignidad mortal que las llevaba a romper con el enemigo el vínculo superior también, pero infausto, de la palabra, refugiándose como salvación suprema en la noche de la animalidad.
Y qué horrores, qué estupendas sevicias no habrían cometido los vencedores con la semibestia en trance de evolución, para que ésta, después de haber gustado el encanto intelectual que es el fruto paradisíaco de las biblias, se resignara a aquella claudicación de su extirpe en la degradante igualdad de los inferiores; a aquel retroceso que cristalizaba por siempre su inteligencia en los gestos de un automatismo de acróbata; a aquella gran cobardía de la vida que encorvaría eternamente, como en distintivo bestial, sus espaldas de dominado, imprimiéndole ese melancólico azoramiento que permanece en el fondo de su caricatura.
He aquí lo que, al borde mismo del éxito, había despertado mi malhumor en el fondo del limbo atávico. A través del millón de años, la palabra, con su conjuro, removía la antigua alma simiana; pero contra esa tentación que iba a violar las tinieblas de la animalidad protectora, la memoria ancestral, difundida en la especie bajo un instintivo horror, oponía también edad sobre edad como una muralla.
Yzur entró en agonía sin perder el conocimiento. Una dulce agonía a ojos cerrados, con respiración débil, pulso vago, quietud absoluta, que sólo interrumpía para volver de cuando en cuando hacia mí, con una desgarradora expresión de eternidad, su cara de viejo mulato triste. Y la última noche, la tarde de su muerte, fue cuando ocurrió la cosa extraordinaria que me ha decidido a emprender esta narración.
Habíame dormitado a su cabecera, vencido por el calor y la quietud del crepúsculo que empezaba, cuando sentí de pronto que me asían por la muñeca.
Desperté sobresaltado. El mono, con los ojos muy abiertos, se moría definitivamente aquella vez, y su expresión era tan humana, que me infundió horror; pero su mano, sus ojos, me atraían con tanta elocuencia hacia él, que hube de inclinarme de inmediato a su rostro; y entonces, con su último suspiro, el último suspiro que coronaba y desvanecía a la vez mi esperanza, brotaron -estoy seguro-, brotaron en un murmullo (¿cómo explicar el tono de una voz que ha permanecido sin hablar diez mil siglos?) estas palabras cuya humanidad reconciliaba las especies:
-AMO, AGUA, AMO, MI AMO...

Apareció Caín, Stephen King


Apareció Caín
Stephen King
Garrish salió del resplandeciente sol de mayo y pasó al frescor del vestíbulo. Le costó un poco enfocar la vista y en un primer momento Harry el Castor no fue más que una voz incorpórea saliendo de las sombras.
—Era una zorra, ¿verdad? –preguntó Castor—. ¿Verdad que era una zorra?
—Sí —contestó Garrish—. Fue difícil.
Ahora pudo fijar sus ojos en Castor. Se estaba frotando los granos de la frente y le sudaban las orejas. Llevaba sandalias y una camiseta con el número 69 y una chapa en la parte delantera que ponía: «Bienvenido es un pervertido.» Los enormes dientes delanteros de Castor se distinguían en la oscuridad.
—Iba a dejarlo en enero —explicó Castor —. Me lo repetí una y otra vez mientras todavía tenía tiempo. Pero pasaron las recuperaciones y ya fue cuestión de volver a intentarlo o dejar el curso incompleto. Creo que he suspendido, Curt. Estoy seguro.
La gobernanta estaba en la esquina, junto a los buzones. Era una mujer muy alta que se parecía vagamente a Rodolfo Valentino. Estaba intentando ajustarse un tirante del sostén por el sobaco sudado de su traje con una mano, mientras con la otra ponía una chincheta a una hoja de salida de dormitorio.
—Muy difícil —repitió Garrish.
—Quise copiar algo de ti, pero no me atreví, aquel tío tiene ojos de águila. ¿Crees que sacaste un diez?
—A lo mejor he suspendido –dijo Garrish.
—¿Crees que  suspendiste? —exclamó el Castor —. Crees que...
—Voy a ducharme, ¿vale?
—Claro, Curt. ¿Fue éste tu último examen?
—Sí. Lo fue.
Garrish cruzó el vestíbulo, empujó la puerta y empezó a subir por la escalera. El hueco olía a sudor rancio. Siempre la dichosa escalera. Su habitación estaba en el quinto piso.
Quinn y aquel otro idiota del tercero, el de las piernas peludas, le adelantaron lazándose una pelotita. Un pequeño, con gafas de montura de concha y un incipiente principio de barba, le cruzó entre el cuarto y el quinto, con un libro de aritmética apretado contra su pecho como si fuera la Biblia, y desgranando un rosario de logaritmos.
Tenía los ojos tan vacíos como pizarras.
Garrish se detuvo para mirarle, preguntándose si no estaría mejor muerto, pero el pequeño ya sólo era una sombra móvil en la pared. Volvió a verle una vez más y luego desapareció del todo. Garrish llegó al quinto y anduvo hasta su habitación. Pig Pen se había marchado hacía dos días. Cuatro finales en tres días y adiós muy buenas. Pig Pen sabía arreglar sus cosas. Había dejado únicamente sus cromos en la pared, dos calcetines sucios y una parodia, en cerámica, del Pensador de Rodin sentado en la taza de un retrete.
Garrish metió la llave en la cerradura.
—¡Curt! ¡Eh, Curt!
Rollins, el imbécil encargado del piso, que había enviado a Jimmy Brody a ver al decano porque había bebido, se acercaba por el corredor, haciéndole señas con la mano. Era alto, bien plantado, con el cabello cortado a cepillo, simétrico en todo. Parecía barnizado.
—¿Has terminado todo? —preguntó Rollins.
—Sí.
—No te olvides de barrer tu habitación y llenar la hoja de incidencias, ¿de acuerdo?
—Sí.
—Pasé una hoja de incidencias por debajo de tu puerta el otro día, ¿verdad?
—Sí.
—Si no me encuentras en mi habitación, echa la hoja por debajo de la puerta, y la llave también.
—Está bien.
Rollins le cogió la mano y se la sacudió un par de veces, rápidamente. La mano de Rollins estaba seca y rasposa. Estrecharla era como estrechar un puñado de sal.
—Que tengas un buen verano.
—Gracias.
—No trabajes demasiado.
—No.
Úsalo, pero no abuses.
—Sí y no.
Rollins pareció desconcertado, pero se echó a reír y dijo:
—Cuídate.
Le dio una palmada en el hombro y se volvió, parándose una vez para advertir a Ron Frane que apagara el estéreo. Garrish imaginó a Rollins muerto en una cuneta con los ojos llenos de gusanos. A Rollins no le importaría. A los gusanos tampoco. O te comías el mundo o el mundo te comía a ti, y estaba bien de ambos modos.
Garrish se quedó pensativo viendo alejarse a Rollins hasta que lo perdió de vista; luego entró en su habitación.
Con el desorden ciclónico de Pig Pen desaparecido, la habitación parecía yerma y estéril. De la montaña desordenada que había sido la cama de Pig Pen no quedaba sino el colchón... manchado. Dos portadas de Playboy le contemplaban con dos suculentos pechos bidimensionales.
No había mucha diferencia en la parte de habitación correspondiente a Garrish, que siempre estaba perfectamente ordenada al estilo militar. Si dejabas caer una moneda sobre la colcha de la cama de Garrish, rebotaba. Tanto orden había crispado los nervios de Piggy. Se había graduado en inglés y su sintaxis era perfecta. A Garrish le llamaba el encasillado. Lo único que había en la pared sobre la cama de Garrish era un enorme póster de Humphrey Bogart que había comprado en la librería de la facultad. El actor llevaba una pistola automática en cada mano y lucía tirantes. Pig Pen decía que las pistolas y los tirantes eran símbolos de impotencia. Garrish no creía que Bogart hubiera sido impotente, aunque nunca había leído nada sobre él.
Se acercó a su ropero, lo abrió y sacó el gran rifle Mágnum 352 de culata de nogal que su padre, un ministro metodista, le había comprado por Navidad. En marzo, él había comprado la mira telescópica.
No debían guardarse armas en la habitación, ni siquiera escopetas de caza, pero no había sido difícil. Lo había sacado la víspera de la consigna de armas de la universidad, con una autorización para retirarlo, falsificada. Lo metió en su funda impermeable y lo escondió en el bosque, detrás del campo de fútbol. Luego, de madrugada, a eso de las tres, salió a buscarlo y lo llevó arriba por los dormidos corredores.
Se sentó en la cama con el rifle sobre las rodillas y sollozó. El Pensador, sentado en su taza, le estaba mirando. Garrish dejó el arma sobre la cama, cruzó la estancia y de un manotazo lo hizo caer de la mesa al suelo, donde se hizo añicos. Llamaron a la puerta. Garrish metió el rifle debajo de la cama.
—Entre.
Era Bailey, en calzoncillos. No había futuro para Bailey. Se casaría con una chica estúpida y tendría hijos estúpidos. Después moriría de cáncer o de insuficiencia renal.
—¿Cómo estuvo el final de química, Curt?
—Muy bien.
—Me preguntaba si podrías prestarme tus apuntes. Yo lo tengo mañana.
—Lo siento, pero los quemé con todo lo que no me servía.
—¡Oh, Dios mío! ¿Lo ha hecho Piggy? —Señaló los restos del Pensador.
—Creo que sí.
—¿Por qué lo hizo? A mí me gustaba. Iba a comprárselo.
Bailey tenía facciones como de ratón. Los calzoncillos le colgaban por detrás. Garrish podía ver cómo sería con el tiempo, cómo moriría de enfisema o de algo, metido en una tienda de oxígeno. Tendría un tono amarillento. Yo podría ayudarte, pensó Garrish.
—¿Crees que le importaría si me quedara con sus tetudas?
—Supongo que no.
—Bien —Bailey cruzó la habitación, eludiendo cuidadosamente con sus pies desnudos los fragmentos de cerámica, y quitó las chinchetas de las portadas de Playboy—. Esta fotografía de Bogart es realmente asombrosa —dijo— ¡Sin tetas, pero...!
Oye –Miró a Garrish para ver si sonreía. Al ver que no lo hacía, le preguntó —: Supongo que no piensas tirarla o algo así, ¿verdad?
—No. Mira, pensaba tomar una ducha, si no te importa.
—Bueno. Que tengas un buen verano, Curt.
—Gracias.
Bailey se dirigió hacia la puerta meneando el fondillo del calzoncillo. Se detuvo y preguntó:
—¿Cuatro puntos este semestre, Curt?
—Como mínimo.
—Enhorabuena. Hasta el curso que viene.
Salió y cerró la puerta. Garrish se quedó sentado en la cama por un momento, luego sacó el rifle, lo desmontó y lo limpió. Se acercó el cañón al ojo y contempló el pequeño círculo de luz azul al otro extremo. El cañón estaba limpio. Volvió a montar el arma.
En el tercer cajon de su escritorio había tres cajas de balas Winchester. Las colocó en el alféizar de la ventana. Cerró con llave la puerta del cuarto y volvió a la ventana. Subió las persianas.
La explanada estaba salpicada de estudiantes que paseaban. Quinn y su amigo idiota estaban jugando con una pelota. Corrían de un lado a otro como hormigas huyendo de un hormiguero aplastado.
—Voy a decirte algo —dijo Garrish a Bogart—: Dios se enfureció con Caín porque éste suponía que Dios era vegetariano. Su hermano lo veía de otro modo. Dios hizo el mundo a Su imagen, y si no te comes el mundo, el mundo te come a ti. Así que Caín va y le dice a su hermano; «¿Por qué no me lo dijiste?» Y su hermano contesta: «¿Por qué no me escuchaste?» Y Caín dice: «Está bien, ahora te escucho.» Así que se carga a tu hermano y luego dice: «¡Eh, Dios! ¿Quieres carne? ¡Aquí la tienes! ¿Quieres lomo, chuletas o qué?» Y Dios le dice que se prepare... ¿No es gracioso?
Bogart no contestó.
Garrish abrió la ventana y apoyó los codos en el alféizar, sin dejar que al cañón del rifle le diera el sol. Puso el ojo en la mira.
Lo tenía apuntando al dormitorio de chicas del Carlton Memorial, del otro lado de la explanada. Carlton era popularmente conocido como «la perrera». Situó la cruz de la mira sobre una furgoneta Ford. Una rubia con tejanos y una blusa azul pálido estaba hablando son sus padres, mientras su padre, rubicundo y calvo, cargaba las maletas en el coche.
Alguien llamó a la puerta.
Garrish esperó.
Volvieron a llamar.
—¿Curt? Te daré medio pavo por el póster de Bogart.
Bailey.
Garrish no contestó. La chica y su madre se reían de algo, sin saber que sus intestinos estaban llenos de bacterias que comían y se multiplicaban. El padre se reunió con ellas y se quedaron juntos al sol, un retrato de familia en la cruz de la mira.
—¡Maldita sea! —protestó Bailey, sus pasos se oyeron pasillo abajo.
Garrish apretó el gatillo.
El rifle retrocedió contra su hombro, el retroceso blando y perfecto que recibes cuando has apoyado el arma exactamente en el punto apropiado. La cabeza rubia de la muchacha sonriente se desintegró.
Su madre siguió sonriendo por un instante y luego se llevó la mano a la boca, chillando. Garrish le disparó. Mano y cabeza se desintegraron en un estallido rojo. El padre, que había estado cargando las maletas, echó a correr. Garrish le siguió y le disparó a la espalda.
Levantó la cabeza, abandonando la mira por un momento. Quinn sostenía la pelota y contemplaba los sesos de la chica rubia que habían salpicado el cartel de PROHIBIDO APARCAR que había detrás de su cuerpo tendido. Quinn no se movió. En toda la explanada la gente se había quedado petrificada, como niños jugando a las estatuas.
Alguien volvió a llamar a la puerta y sacudió el picaporte. Otra vez Bailey:
—¿Curt? ¿Estás bien, Curt? Creo que alguien ha...
—Muy bien, buen Dios, ¡vamos allá! —exclamó Garrish y disparó a Quinn, pero el tiro salió desviado. Quinn echó a correr. Bien. El segundo disparo le dio en el cuello y le arrojó cinco metros adelante.
—¡Curt Garrish se está matando! –chillaba Bailey—. ¡Rollins! ¡Rollins! ¡Ven, aprisa!
Sus pasos volvieron a perderse por el corredor.
Ahora todos echaban a correr. Garrish oía cómo gritaban, y el apagado rumor de los pies en la explanada.
Miró a Bogart, que empuñaba sus dos pistolas y miraba por encima de él. Contempló los restos esparcidos del Pensador de Piggy y se preguntó qué estaría haciendo Piggy hoy; ¿durmiendo, viendo la televisión, disfrutando de un maravilloso ágape?
¡Cómete el mundo, Piggy!, pensó Garrish. ¡Hay que tragarlo de golpe!
    ¡Garrish! –Ahora era Rollins el que golpeaba la puerta—. ¡Abre, Garrish!
—Se ha encerrado —jadeó Bailey—. Tenía mala cara, se ha matado, lo sé.
Garrish volvió a sacar el cañón por la ventana.
Un muchacho con una camisa a cuadros estaba en cuclillas detrás de un seto, espiando las ventanas de los dormitorios con desesperación. Quería escapar, correr, Garrish lo sabía, pero sus piernas estaban yertas.
—Buen Dios, vamos allá —murmuró Garrish, y empezó a disparar de nuevo.

Cómo Ocurrió, Isaac Asimov


Cómo Ocurrió
Isaac Asimov
Mi hermano empezó a dictar en su mejor estilo oratorio, ése que hace que las tribus se queden aleladas ante sus palabras.
–En el principio –dijo–, exactamente hace quince mil doscientos millones de años, hubo una gran explosión, y el universo…
–Pero yo había dejado de escribir.
– ¿Hace quince mil doscientos millones de años? –pregunté, incrédulo.
–Exactamente –dijo–. Estoy inspirado.
–No pongo en duda tu inspiración –aseguré. (Era mejor que no lo hiciera. Él es tres años más joven que yo, pero jamás he intentado poner en duda su inspiración. Nadie más lo hace tampoco, o de otro modo las cosas se ponen feas.)–. Pero, ¿vas a contar la historia de la Creación a lo largo de un período de más de quince mil millones de años?
–Tengo que hacerlo. Ése es el tiempo que llevo. Lo tengo todo aquí dentro –dijo, palmeándose la frente–, y procede de la más alta autoridad.
Para entonces yo había dejado el estilo sobre la mesa.
–¿Sabes cuál es el precio del papiro? –dije.
–¿Qué?
(Puede que esté inspirado, pero he notado con frecuencia que su inspiración no incluye asuntos tan sórdidos como el precio del papiro.)
–Supongamos que describes un millón de años de acontecimientos en cada rollo de papiro. Eso significa que vas a tener que llenar quince mil rollos. Tendrás que hablar mucho para llenarlos, y sabes que empiezas a tartamudear al poco rato. Yo tendré que escribir lo bastante como para llenarlos, y los dedos se me acabarán cayendo. Además, aunque podamos comprar todo ese papiro, y tú tengas la voz y la fuerza suficientes., ¿quién va a copiarlo? Hemos de tener garantizados un centenar de ejemplares antes de poder publicarlo, y en esas condiciones, ¿cómo vamos a obtener derechos de autor?
Mi hermano pensó durante un rato. Luego dijo:
¿Crees que deberíamos acortarlo un poco?
–Mucho –puntualicé, si esperas llegar al gran público.
– ¿Qué te parecen cien años?
        ¿Qué te parecen seis días?
–No puedes comprimir la Creación en solo seis días –dijo, horrorizado.
–Ese es todo el papiro de que dispongo –le aseguré–. Bien, ¿qué dices?
–Oh, está bien –concedió, y empezó a dictar de nuevo–. En el principio… ¿De veras han de ser solo seis días, Aaron?
–Seis días, Moisés –dije firmemente.

Los Amigos, Julio Cortázar


Los Amigos
Julio Cortázar
En ese juego todo tenía que andar rápido. Cuando el Número Uno decidió que había que liquidar a Romero y que el Número Tres se encargaría del trabajo, Beltrán recibió la información pocos minutos más tarde. Tranquilo pero sin perder un instante, salió del café de Corrientes y Libertad y se metió en un taxi. Mientras se bañaba en su departamento, escuchando el noticioso, se acordó de que había visto por última vez a Romero en San Isidro, un día de mala suerte en las carreras. En ese entonces Romero era un tal Romero, y él un tal Beltrán; buenos amigos antes de que la vida los metiera por caminos tan distintos. Sonrió casi sin ganas, pensando en la cara que pondría Romero al encontrárselo de nuevo, pero la cara de Romero no tenía ninguna importancia y en cambio había que pensar despacio en la cuestión del café y del auto. Era curioso que al Número Uno se le hubiera ocurrido hacer matar a Romero en el café de Cochabamba y Piedras, y a esa hora; quizá, si había que creer en ciertas informaciones, el Número Uno ya estaba un poco viejo. De todos modos la torpeza de la orden le daba una ventaja: podía sacar el auto del garaje, estacionarlo con el motor en marcha por el lado de Cochabamba, y quedarse esperando a que Romero llegara como siempre a encontrarse con los amigos a eso de las siete de la tarde. Si todo salía bien evitaría que Romero entrase en el café, y al mismo tiempo que los del café vieran o sospecharan su intervención. Era cosa de suerte y de cálculo, un simple gesto (que  Romero no dejaría de ver, porque era un lince), y saber meterse en el tráfico y pegar la vuelta a toda máquina. Si los dos hacían las cosas como era debido -y Beltrán estaba tan seguro de Romero como de él mismo- todo quedaría despachado en un momento. Volvió a sonreír pensando en la cara del Número Uno cuando más tarde, bastante más tarde, lo llamara desde algún teléfono público para informarle de lo sucedido.
Vistiéndose despacio, acabó el atado de cigarrillos y se miró un momento en el espejo. Después sacó otro atado del cajón, y antes de apagar las luces comprobó que todo estaba en orden. Los gallegos del garaje le tenían el Ford como una seda. Bajó por Chacabuco, despacio, y a las siete menos diez se estacionó a unos metros de la puerta del café, después de dar dos vueltas a la manzana esperando que un camión de reparto le dejara el sitio. Desde donde estaba era imposible que los del café lo vieran. De cuando en cuando apretaba un poco el acelerador para mantener el motor caliente; no quería fumar, pero sentía la boca seca y le daba rabia.
A las siete menos cinco vio venir a Romero por la vereda de enfrente; lo reconoció enseguida por el chambergo gris y el saco cruzado. Con una ojeada a la vitrina del café, calculó lo que tardaría en cruzar la calle y llegar hasta ahí. Pero a Romero no podía pasarle nada a tanta distancia del café, era preferible que subiera a la vereda. Exactamente en ese momento, Beltrán puso el coche en marcha y sacó el brazo por la ventanilla. Tal como había previsto, Romero lo vio y se detuvo sorprendido. La primera bala le dio entre los ojos, después Beltrán tiro al montón que se derrumbaba. El Ford salió en diagonal, adelantándose limpio a un tranvía, y dio la vuelta por Tacuarí. Manejando sin apuro, el Número Tres pensó que la última visión de Romero había sido la de un tal Beltrán, un amigo del hipódromo en otros tiempos.  

Ante la Ley, Franz Kakfa


Ante la Ley
Franz Kafka

Ante la Ley hay un guardián. Hasta ese guardián llega un campesino y le ruega que le permita entrar a la Ley. Pero el guardián responde que en ese momento no le puede franquear el acceso. El hombre reflexiona y luego pregunta si es que podrá entrar más tarde.
—Es posible —dice el guardián—, pero ahora, no.
Las puertas de la Ley están abiertas, como siempre, y el guardián se ha hecho a un lado, de modo que el hombre se inclina para atisbar el interior. Cuando el guardián lo advierte, ríe y dice:
—Si tanto te atrae, intenta entrar a pesar de mi prohibición. Pero recuerda esto: yo soy poderoso. Y yo soy sólo el último de los guardianes. De sala en sala irás encontrando guardianes cada vez más poderosos. Ni siquiera yo puedo soportar la sola vista del tercero.
El campesino no había previsto semejantes dificultades. Después de todo, la Ley debería ser accesible a todos y en todo momento, piensa. Pero cuando mira con más detenimiento al guardián, con su largo abrigo de pieles, su gran nariz puntiaguda, la larga y negra barba de tártaro, se decide a esperar hasta que él le conceda el permiso para entrar. El guardián le da un banquillo y le permite sentarse al lado de la puerta. Allí permanece el hombre días y años. Muchas veces intenta entrar e importuna al guardián con sus ruegos. El guardián le formula, con frecuencia, pequeños interrogatorios. Le pregunta acerca de su terruño y de muchas otras cosas; pero son preguntas indiferentes, como las de los grandes señores, y al final le repite siempre que aún no lo puede dejar entrar. El hombre, que estaba bien provisto para el viaje, invierte todo —hasta lo más valioso— en sobornar al guardián. Este acepta todo, pero siempre repite lo mismo:
—Lo acepto para que no creas que has omitido algún esfuerzo.
Durante todos esos años, el hombre observa ininterrumpidamente al guardián. Olvida a todos los demás guardianes y aquél le parece ser el único obstáculo que se opone a su acceso a la Ley. Durante los primeros años maldice su suerte en voz alta, sin reparar en nada; cuando envejece, ya sólo murmura como para sí. Se vuelve pueril, y como en esos años que ha consagrado al estudio del guardián ha llegado a conocer hasta las pulgas de su cuello de pieles, también suplica a las pulgas que lo ayuden a persuadir al guardián. Finalmente su vista se debilita y ya no sabe si en la realidad está oscureciendo a su alrededor o si lo engañan los ojos. Pero en aquellas penumbras descubre un resplandor inextinguible que emerge de las puertas de la Ley. Ya no le resta mucha vida. Antes de morir resume todas las experiencias de aquellos años en una pregunta, que nunca había formulado al guardián. Le hace una seña para que se aproxime, pues su cuerpo rígido ya no le permite incorporarse.
El guardián se ve obligado a inclinarse mucho, porque las diferencias de estatura se han acentuado señaladamente con el tiempo, en desmedro del campesino.
— ¿Qué quieres saber ahora? –Pregunta el guardián—. Eres insaciable.
—Todos buscan la Ley –dice el hombre—. ¿Y cómo es que en todos los años que llevo aquí, nadie más que yo ha solicitado permiso para llegar a ella?
El guardián comprende que el hombre está a punto de expirar y le grita, para que sus oídos debilitados perciban las palabras.
—Nadie más podía entrar por aquí, porque esta entrada estaba destinada a ti solamente. Ahora cerraré.