Yzur
Leopoldo Lugones
Compré el mono en el remate de un circo que había quebrado.
La primera vez que se me ocurrió tentar la experiencia a cuyo relato
están dedicadas estas líneas, fue una tarde, leyendo no sé dónde, que los
naturales de Java atribuían la falta de lenguaje articulado en los monos a la
abstención, no a la incapacidad. "No hablan, decían, para que no los hagan
trabajar".
Semejante idea, nada profunda al principio, acabó por preocuparme hasta
convertirse en este postulado antropológico:
Los monos fueron hombres que por una u otra razón dejaron de hablar. El
hecho produjo la atrofia de sus órganos de fonación y de los centros cerebrales
del lenguaje; debilitó casi hasta suprimirla la relación entre unos y otros,
fijando el idioma de la especie en el grito inarticulado, y el humano primitivo
descendió a ser animal.
Claro es que si llegara a demostrarse esto quedarían explicadas desde
luego todas las anomalías que hacen del mono un ser tan singular; pero esto no
tendría sino una demostración posible: volver el mono al lenguaje.
Entre tanto había corrido el mundo con el mío, vinculándolo cada vez más
por medio de peripecias y aventuras. En Europa llamó la atención, y de haberlo
querido, llego a darle la celebridad de un Cónsul; pero mi seriedad de hombre
de negocios mal se avenía con tales payasadas.
Trabajado por mi idea fija del lenguaje de los monos, agoté toda la
bibliografía concerniente al problema, sin ningún resultado apreciable. Sabía
únicamente, con entera seguridad, que no hay ninguna razón científica para
que el mono no hable. Esto llevaba cinco años de meditaciones.
Yzur (nombre cuyo origen nunca pude descubrir, pues lo ignoraba
igualmente su anterior patrón), Yzur era ciertamente un animal notable. La
educación del circo, bien que reducida casi enteramente al mimetismo, había
desarrollado mucho sus facultades; y esto era lo que me incitaba más a ensayar
sobre él mi en apariencia disparatada teoría.
Por otra parte, sábese que el chimpancé (Yzur lo era) es entre los monos
el mejor provisto de cerebro y uno de los más dóciles, lo cual aumentaba mis
probabilidades. Cada vez que lo veía avanzar en dos pies, con las manos a la
espalda para conservar el equilibrio, y su aspecto de marinero borracho, la
convicción de su humanidad detenida se vigorizaba en mí.
No hay a la verdad razón alguna para que el mono no articule
absolutamente. Su lenguaje natural, es decir, el conjunto de gritos con que se
comunica a sus semejantes, es asaz variado; su laringe, por más distinta que
resulte de la humana, nunca lo es tanto como la del loro, que habla sin
embargo; y en cuanto a su cerebro, fuera de que la comparación con el de este
último animal desvanece toda duda, basta recordar que el del idiota es también
rudimentario, a pesar de lo cual hay cretinos que pronuncian algunas palabras.
Por lo que hace a la circunvolución de Broca, depende, es claro, del desarrollo
total del cerebro; fuera de que no está probado que ella sea fatalmente
el sitio de localización del lenguaje. Si es el caso de localización mejor establecido
en anatomía, los hechos contradictorios son desde luego incontestables.
Felizmente los monos tienen, entre sus muchas malas condiciones, el
gusto por aprender, como lo demuestra su tendencia imitativa; la memoria feliz,
la reflexión que llega hasta una profunda facultad de disimulo, y la atención
comparativamente más desarrollada que en el niño. Es, pues, un sujeto
pedagógico de los más favorables.
El mío era joven además, y es sabido que la juventud constituye la época
más intelectual del mono, parecido en esto al negro. La dificultad estribaba
solamente en el método que se emplearía para comunicarle la palabra. Conocía
todas las infructuosas tentativas de mis antecesores; y está de más decir, que
ante la competencia de algunos de ellos y la nulidad de todos sus esfuerzos,
mis propósitos fallaron más de una vez, cuando el tanto pensar sobre aquel tema
fue llevándome a esta conclusión:
Lo primero consiste en desarrollar el aparato de
fonación del mono.
Así es, en efecto, como se procede con los sordomudos antes de llevarlos
a la articulación; y no bien hube reflexionado sobre esto, cuando las analogías
entre el sordomudo y el mono se agolparon en mi espíritu.
Primero de todo, su extraordinaria movilidad mímica que compensa al
lenguaje articulado, demostrando que no por dejar de hablar se deja de pensar,
así haya disminución de esta facultad por la paralización de aquella. Después
otros caracteres más peculiares por ser más específicos: la diligencia en el
trabajo, la fidelidad, el coraje, aumentados hasta la certidumbre por estas dos
condiciones cuya comunidad es verdaderamente reveladora; la facilidad para los
ejercicios de equilibrio y la resistencia al marco.
Decidí, entonces, empezar mi obra con una verdadera gimnasia de los
labios y de la lengua de mi mono, tratándolo en esto como a un sordomudo. En lo
restante, me favorecería el oído para establecer comunicaciones directas de
palabra, sin necesidad de apelar al tacto. El lector verá que en esta parte
prejuzgaba con demasiado optimismo.
Felizmente, el chimpancé es de todos los grandes monos el que tiene
labios más movibles; y en el caso particular, habiendo padecido Yzur de
anginas, sabía abrir la boca para que se la examinaran.
La primera inspección confirmó en parte mis sospechas. La lengua permanecía
en el fondo de su boca, como una masa inerte, sin otros movimientos que los de
la deglución. La gimnasia produjo luego su efecto, pues a los dos meses ya
sabía sacar la lengua para burlar. Ésta fue la primera relación que conoció
entre el movimiento de su lengua y una idea; una relación perfectamente acorde
con su naturaleza, por otra parte.
Los labios dieron más trabajo, pues hasta hubo que estirárselos con
pinzas; pero apreciaba -quizá por mi expresión- la importancia de aquella tarea
anómala y la acometía con viveza. Mientras yo practicaba los movimientos
labiales que debía imitar, permanecía sentado, rascándose la grupa con su brazo
vuelto hacia atrás y guiñando en una concentración dubitativa, o alisándose las
patillas con todo el aire de un hombre que armoniza sus ideas por medio de
ademanes rítmicos. Al fin aprendió a mover los labios.
Pero el ejercicio del lenguaje es un arte difícil, como lo prueban los
largos balbuceos del niño, que lo llevan, paralelamente con su desarrollo
intelectual, a la adquisición del hábito. Está demostrado, en efecto, que el
centro propio de las inervaciones vocales, se halla asociado con el de la
palabra en forma tal, que el desarrollo normal de ambos depende de su ejercicio
armónico; y esto ya lo había presentido en 1785 Heinicke, el inventor del
método oral para la enseñanza de los sordomudos, como una consecuencia
filosófica. Hablaba de una "concatenación dinámica de las ideas",
frase cuya profunda claridad honraría a más de un psicólogo contemporáneo.
Yzur se encontraba, respecto al lenguaje, en la misma situación del niño
que antes de hablar entiende ya muchas palabras; pero era mucho más apto para
asociar los juicios que debía poseer sobre las cosas, por su mayor experiencia
de la vida.
Estos juicios, que no debían ser sólo de impresión, sino también
inquisitivos y disquisitivos, a juzgar por el carácter diferencial que asumían,
lo cual supone un raciocinio abstracto, le daban un grado superior de
inteligencia muy favorable por cierto a mi propósito.
Si mis teorías parecen demasiado audaces, basta con reflexionar que el
silogismo, o sea el argumento lógico fundamental, no es extraño a la mente de
muchos animales. Como que el silogismo es originariamente una comparación entre
dos sensaciones. Si no, ¿por qué los animales que conocen al hombre huyen de
él, y no los que nunca le conocieron?...
Comencé, entonces, la educación fonética de Yzur.
Tratábase de enseñarle primero la palabra mecánica, para llevarlo
progresivamente a la palabra sensata.
Poseyendo el mono la voz, es decir, llevando esto de ventaja al
sordomudo, con más ciertas articulaciones rudimentarias, tratábase de enseñarle
las modificaciones de aquella, que constituyen los fonemas y su articulación,
llamada por los maestros estática o dinámica, según que se refiera a las
vocales o a las consonantes.
Dada la glotonería del mono, y siguiendo en esto un método empleado por
Heinicke con los sordomudos, decidí asociar cada vocal con una golosina: a
con papa; e con leche; i con vino; o con coco; u
con azúcar, haciendo de modo que la vocal estuviese contenida en el nombre de
la golosina, ora con dominio único y repetido como en papa, coco, leche,
ora reuniendo los dos acentos, tónico y prosódico, es decir, como fundamental: vino,
azúcar.
Todo anduvo bien, mientras se trató de las vocales, o sea los sonidos
que se forman con la boca abierta. Yzur los aprendió en quince días. Sólo que a
veces, el aire contenido en sus abazones les daba una rotundidad de trueno. La u
fue lo que más le costó pronunciar.
Las consonantes me dieron un trabajo endemoniado, y a poco hube de
comprender que nunca llegaría a pronunciar aquellas en cuya formación entran
los dientes y las encías. Sus largos colmillos y sus abazones, lo estorbaban
enteramente.
El vocabulario quedaba reducido, entonces a las cinco vocales, la b,
la k, la m, la g, la f y la c, es decir
todas aquellas consonantes en cuya formación no intervienen sino el paladar y
la lengua.
Aun para esto no me bastó el oído. Hube de recurrir al tacto como un
sordomudo, apoyando su mano en mi pecho y luego en el suyo para que sintiera
las vibraciones del sonido.
Y pasaron tres años, sin conseguir que formara palabra alguna. Tendía a
dar a las cosas, como nombre propio, el de la letra cuyo sonido predominaba en
ellas. Esto era todo.
En el circo había aprendido a ladrar como los perros, sus compañeros de
tarea; y cuando me veía desesperar ante las vanas tentativas para arrancarle la
palabra, ladraba fuertemente como dándome todo lo que sabía. Pronunciaba
aisladamente las vocales y consonantes, pero no podía asociarlas. Cuando más,
acertaba con una repetición de pes y emes.
Por despacio que fuera, se había operado un gran cambio en su carácter.
Tenía menos movilidad en las facciones, la mirada más profunda, y adoptaba
posturas meditativas. Había adquirido, por ejemplo, la costumbre de contemplar
las estrellas. Su sensibilidad se desarrollaba igualmente; íbasele notando una
gran facilidad de lágrimas. Las lecciones continuaban con inquebrantable tesón,
aunque sin mayor éxito. Aquello había llegado a convertirse en una obsesión
dolorosa, y poco a poco sentíame inclinado a emplear la fuerza. Mi carácter iba
agriándose con el fracaso, hasta asumir una sorda animosidad contra Yzur. Éste
se intelectualizaba más, en el fondo de su mutismo rebelde, y empezaba a
convencerme de que nunca lo sacaría de allí, cuando supe de golpe que no
hablaba porque no quería. El cocinero, horrorizado, vino a decirme una noche
que había sorprendido al mono "hablando verdaderas palabras". Estaba,
según su narración, acurrucado junto a una higuera de la huerta; pero el terror
le impedía recordar lo esencial de esto, es decir, las palabras. Sólo creía
retener dos: cama y pipa. Casi le doy de puntapiés por su
imbecilidad.
No necesito decir que pasé la noche poseído de una gran emoción; y lo
que en tres años no había cometido, el error que todo lo echó a perder, provino
del enervamiento de aquel desvelo, tanto como de mi excesiva curiosidad.
En vez de dejar que el mono llegara naturalmente a la manifestación del
lenguaje, llaméle al día siguiente y procuré imponérsela por obediencia.
No conseguí sino las pes y las emes con que me tenía
harto, las guiñadas hipócritas y -Dios me perdone- una cierta vislumbre de
ironía en la azogada ubicuidad de sus muecas.
Me encolericé, y sin consideración alguna, le di de azotes. Lo único que
logré fue su llanto y un silencio absoluto que excluía hasta los gemidos.
A los tres días cayó enfermo, en una especie de sombría demencia
complicada con síntomas de meningitis. Sanguijuelas, afusiones frías, purgantes,
revulsivos cutáneos, alcoholaturo de brionia, bromuro -toda la terapéutica del
espantoso mal le fue aplicada. Luché con desesperado brío, a impulsos de un
remordimiento y de un temor. Aquél por creer a la bestia una víctima de mi
crueldad; éste por la suerte del secreto que quizá se llevaba a la tumba.
Mejoró al cabo de mucho tiempo, quedando, no obstante, tan débil, que no
podía moverse de su cama. La proximidad de la muerte habíalo ennoblecido y
humanizado. Sus ojos llenos de gratitud, no se separaban de mí, siguiéndome por
toda la habitación como dos bolas giratorias, aunque estuviese detrás de él; su
mano buscaba las mías en una intimidad de convalecencia. En mi gran soledad,
iba adquiriendo rápidamente la importancia de una persona.
El demonio del análisis, que no es sino una forma del espíritu de
perversidad, impulsábame, sin embargo, a renovar mis experiencias. En realidad
el mono había hablado. Aquello no podía quedar así.
Comencé muy despacio, pidiéndole las letras que sabía pronunciar. ¡Nada!
Dejelo solo durante horas, espiándolo por un agujerillo del tabique. ¡Nada!
Hablele con oraciones breves, procurando tocar su fidelidad o su glotonería.
¡Nada! Cuando aquéllas eran patéticas, los ojos se le hinchaban de llanto.
Cuando le decía una frase habitual, como el "yo soy tu amo" con que
empezaba todas mis lecciones, o el "tú eres mi mono" con que
completaba mi anterior afirmación, para llevar a un espíritu la certidumbre de
una verdad total, él asentía cerrando los párpados; pero no producía sonido, ni
siquiera llegaba a mover los labios.
Había vuelto a la gesticulación como único medio de comunicarse conmigo;
y este detalle, unido a sus analogías con los sordomudos, hacía redoblar mis
preocupaciones, pues nadie ignora la gran predisposición de estos últimos a las
enfermedades mentales. Por momentos deseaba que se volviera loco, a ver si el
delirio rompía al fin su silencio. Su convalecencia seguía estacionaria. La
misma flacura, la misma tristeza. Era evidente que estaba enfermo de
inteligencia y de dolor. Su unidad orgánica habíase roto al impulso de una
cerebración anormal, y día más, día menos, aquél era caso perdido. Más, a pesar
de la mansedumbre que el progreso de la enfermedad aumentaba en él, su
silencio, aquel desesperante silencio provocado por mi exasperación, no cedía.
Desde un oscuro fondo de tradición petrificada en instinto, la raza imponía su
milenario mutismo al animal, fortaleciéndose de voluntad atávica en las raíces
mismas de su ser. Los antiguos hombres de la selva, que forzó al silencio, es
decir, al suicidio intelectual, quién sabe qué bárbara injusticia, mantenían su
secreto formado por misterios de bosque y abismos de prehistoria, en aquella
decisión ya inconsciente, pero formidable con la inmensidad de su tiempo.
Infortunios del antropoide retrasado en la evolución cuya delantera tomaba el
humano con un despotismo de sombría barbarie, habían, sin duda, destronado a
las grandes familias cuadrumanas del dominio arbóreo de sus primitivos edenes,
raleando sus filas, cautivando sus hembras para organizar la esclavitud desde
el propio vientre materno, hasta infundir a su impotencia de vencidas el acto
de dignidad mortal que las llevaba a romper con el enemigo el vínculo superior
también, pero infausto, de la palabra, refugiándose como salvación suprema en
la noche de la animalidad.
Y qué horrores, qué estupendas sevicias no habrían cometido los
vencedores con la semibestia en trance de evolución, para que ésta, después de
haber gustado el encanto intelectual que es el fruto paradisíaco de las
biblias, se resignara a aquella claudicación de su extirpe en la degradante
igualdad de los inferiores; a aquel retroceso que cristalizaba por siempre su
inteligencia en los gestos de un automatismo de acróbata; a aquella gran
cobardía de la vida que encorvaría eternamente, como en distintivo bestial, sus
espaldas de dominado, imprimiéndole ese melancólico azoramiento que permanece
en el fondo de su caricatura.
He aquí lo que, al borde mismo del éxito, había despertado mi malhumor
en el fondo del limbo atávico. A través del millón de años, la palabra, con su
conjuro, removía la antigua alma simiana; pero contra esa tentación que iba a
violar las tinieblas de la animalidad protectora, la memoria ancestral,
difundida en la especie bajo un instintivo horror, oponía también edad sobre
edad como una muralla.
Yzur entró en agonía sin perder el conocimiento. Una dulce agonía a ojos
cerrados, con respiración débil, pulso vago, quietud absoluta, que sólo
interrumpía para volver de cuando en cuando hacia mí, con una desgarradora
expresión de eternidad, su cara de viejo mulato triste. Y la última noche, la
tarde de su muerte, fue cuando ocurrió la cosa extraordinaria que me ha
decidido a emprender esta narración.
Habíame dormitado a su cabecera, vencido por el calor y la quietud del
crepúsculo que empezaba, cuando sentí de pronto que me asían por la muñeca.
Desperté sobresaltado. El mono, con los ojos muy abiertos, se moría
definitivamente aquella vez, y su expresión era tan humana, que me infundió
horror; pero su mano, sus ojos, me atraían con tanta elocuencia hacia él, que
hube de inclinarme de inmediato a su rostro; y entonces, con su último suspiro,
el último suspiro que coronaba y desvanecía a la vez mi esperanza, brotaron
-estoy seguro-, brotaron en un murmullo (¿cómo explicar el tono de una voz que
ha permanecido sin hablar diez mil siglos?) estas palabras cuya humanidad
reconciliaba las especies:
-AMO, AGUA, AMO, MI AMO...